Publicado en La urdimbre / 30.05.2015
En estos días en que el sable corvo de San Martín tomó tanto protagonismo puede ser interesante recorrer primero la historia de las armas que tuvo desde los once años de edad, cuando comenzó su carrera militar como cadete en el Regimiento de Murcia, mientras estallaba la Revolución Francesa. En su tiempo de formación y de lucha en los ejércitos españoles, el joven debió tener diversas espadas, pero ignoramos sus particularidades. Seguramente las primeras habrán correspondido a las regladas para los regimientos de Murcia, de Voluntarios de Campo Mayor y de Borbón.
La «Espada de Bailén»
En 1808, el General Don Pedro Caro y Sureda, Marqués de la Romana, al ser nombrado ayudante del Marqués de Coupigni —que era el Maestre General del Ejército de la Izquierda, del que era General en Jefe— le regaló al Capitán del Regimiento de Borbón José de San Martín la que se conoce como la «Espada de Bailén», por la actuación que mantuvo el 19 de julio de 1808 en la Batalla homónima, como su asistente.
En 1844, San Martín regaló esa espada al General José Manuel Borgoño, Ministro Plenipotenciario de Chile, a quien estimaba desde que había estado a sus órdenes en la artillería chilena en Maipú. Borgoño la llevó a Chile y, a su fallecimiento, se la entregó al Primer Magistrado chileno, Manuel Bulnes. Cuando él murió heredó la espada su hijo Gonzalo Bulnes que, siendo Embajador de Chile en la Argentina, la regaló al General don Ignacio Garmendia en 1910. En 1931 la obtuvo Domingo Castellanos por herencia de su esposa Teresa Aubane y Garmendia de Castellanos y algunas fuentes señalan que la espada fue vendida para atender al pago de un secuestro. En la actualidad se encuentra en la colección del Dr. Horacio Porcel. Esa espada es de hoja recta, doble filo, desde la punta hasta la altura de la taza. La hoja mide 101 centímetros y su ancho es variable desde los 20 milímetros en la empuñadura hasta los 7 milímetros donde empieza la punta redondeada. Su largo total es de 112 centímetros con 7 milímetros y fue hecha por el espadero Sebastián Hernández, cuyo nombre está grabado en la hoja. Se sabe que el forjador trabajó en Toledo y Sevilla durante el siglo XVII, por lo que se supone que pudo haber sido realizada entre 1650 y 1660.
La espada de San Lorenzo
Le siguió la espada usada en el combate de San Lorenzo. José J. Biedma publicó en La Ilustración Sudamericana (25.11.1895): «San Martín reemplazó a Belgrano en el mando en Jefe y nombró a Lamadrid como Edecán, regalándole su espada, diciéndome -asegura el obsequiado- que era la que le había servido en San Lorenzo, y que después (Lamadrid) perdió en la bizarra acción de Yamparaez». A su tiempo, Lamadrid, en “Observaciones sobre las Memorias póstumas del brigadier general José María Paz” (1855) escribió: «… cuando poco después se retiró el Gral. San Martín, por enfermo, me regaló su espada, al tiempo de marcharse diciéndome que era la que le había servido en San Lorenzo, y que me la daba para que la usase en su nombre seguro de que sabría yo sostenerla.» Señaló también que esa espada “…fue volteada de la mano en el encuentro nocturno de la cuesta de Carretas…” en las cercanías de Yamparaez, en el Alto Perú, dentro de la guerra de guerrillas a retaguardia del Ejército del Norte en 1817, y agregó: «Cuando el Gral. Sucre entró después a Chuquisaca y fueron enviados por nuestro gobierno cerca del Gral. Bolívar, el Gral. Alvear y el Dr. Díaz Vélez, mi padre político, la espada estaba en poder de un jefe colombiano. El Dr. Díaz Vélez hizo varios empeños para conseguirla a cualquier precio y no le fue posible. Esa espada habría sido para mí el mayor presente que se me podía haber hecho», concluyó Lamadrid.
El sable corvo
La otra arma es el famoso sable corvo. San Martín lo compró en Londres en una tienda de antigüedades, en su camino hacia el Río de la Plata. El arma es un fiel reflejo de su personalidad. Se distingue por sus severas líneas como por su sencillez, tanto de empuñadura como de la vaina, carente de oro, arabescos y piedras preciosas como gustaban usar en sus espadas los nobles o altos jefes.
Llevaba implícita, además, la practicidad de su futuro uso, pues estaba presente ya en San Martín el armar a sus escuadrones de granaderos con el corvo, que su vasta experiencia guerrera le decía constituiría la mejor arma para decidir la victoria en una carga de caballería, especialmente en aquel tiempo y en aquel característico teatro de operaciones. El largo total es de 0,95 m y el de la hoja 0,82 m. El peso de la vaina es de casi 700 g y el del sable de unos 900 g. No tiene inscripción alguna excepto un trébol. La empuñadura es de ébano, a la usanza turca. Se estima que la hoja es unos cien años más antigua que la empuñadura. En un estudio efectuado por el Gabinete Scopométrico de la Policía Federal se han encontrado, detallado y descripto centenares de rayas y aplastamientos por golpes que denotan un uso activo por parte del Libertador.
La Comisión Nacional de Energía Atómica ha efectuado el estudio metalográfico del sable, concluyendo que fue construido con acero damasquinado (procedimiento empleado por los árabes, que partían de un lingote de alta aleación de carbono), siendo originario muy posiblemente de Persia, evaluación compartida por otros especialistas.
El valor funcional del arma llevó a San Martín a armar su regimiento de granaderos con armas similares, ya que las consideraba ideales para los ataques de carga de caballería, y a enseñar personalmente a sus granaderos el uso mejor participando directamente en los entrenamientos. La esperanza sobre su eficacia se convirtió en certeza desde la llegada de San Martín a América.
Tras su retiro posterior a la entrevista de Guayaquil, el arma quedó en la ciudad de Mendoza en manos de una familia amiga. En una carta posterior escrita a su yerno Mariano Balcarce y a Merceditas, les solicitó que le enviaran el sable a Europa, y desde entonces quedó en su posesión.
Antes de morir, San Martín legó su sable al gobernador Juan Manuel de Rosas. Su albacea Mariano Balcarce le escribe: «en cumplimiento a su última voluntad me toca el penoso deber de comunicar a V.E. esta dolorosa noticia, y la honra de poner en conocimiento de V.E. la siguiente cláusula de su testamento: El sable que me ha acompañado en toda la guerra de la Independencia de la América del Sur le será entregado al General de la República Argentina, Don Juan Manuel de Rosas, como una prueba de la satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que tentaban de humillarla».
Cuenta el historiador José María Rosa en “La Guerra del Paraguay y las montoneras argentinas” que Don Juan Manuel de Rosas, en su destierro de Southampton, seguía atento y emocionado la lucha americana por la independencia y que «ha visto en Francisco Solano López al defensor de una causa que también fue la suya». Reconocía que los mismos que lo habían traicionado y vencido en Caseros se imponían sobre el heroico mariscal paraguayo. Y continúa el historiador: «Cuando supo que López se internó en el desierto para defender hasta más allá de toda resistencia humana la soberanía de los pueblos del Plata, el Restaurador miró el sable de Chacabuco que pendía como único adorno en su pobre morada. Esa arma simboliza la soberanía de la América española; con ella San Martín había liberado a Chile y a Perú; después se la había legado por su defensa de la Confederación contra las agresiones de Inglaterra y Francia. Ese sable debe quedar a los argentinos, pero él tiene en su armario otra espada, que podría mandar a López como aplauso por su patriotismo. La espada que ciñó cuando obligó a Inglaterra a firmar el Tratado Southern/Arana en el que reconocía haber perdido la guerra después de la Vuelta de Obligado. El 17 de febrero de 1869, mientras Francisco Solano López se debate en las últimas como un jaguar que se niega a la derrota, Rosas escribe a José María Rosas y Patrón, designado albacea en su testamento: ‘Su excelencia el generalísimo, Capitán General don José de San Martín, me honró con la siguiente manda: La espada que me acompañó en toda la guerra de la Independencia, será entregada al general Rosas por la firmeza y sabiduría con que ha sostenido los derechos de la patria. Y yo, Juan Manuel de Rosas a su ejemplo, dispongo que mi albacea entregue a su excelencia el señor Gran Mariscal Presidente de la República paraguaya y generalísimo de sus ejércitos, la espada diplomática y militar que me acompañó durante me fue posible sostener esos derechos, por la firmeza y sabiduría con que ha sostenido y sigue sosteniendo los derechos de su Patria.’»
Al enterarse de la muerte del mariscal paraguayo, Rosas decidió «legar el sable de San Martín a su amigo Juan Nepomuceno Terrero, y tras su muerte le quedaría a su esposa y luego a sus hijos e hija por orden de edad». Transcurrido el tiempo, por el fallecimiento de los mayores de la familia Terrero, la espada llegó a la posesión de Máximo Terrero y de su esposa Manuelita Rosas.
En 1896, el director del Museo Histórico Nacional solicitó a ambos la donación del sable de San Martín. Cuando lo acordaron, entregaron el sable corvo y fue depositado en el Museo Histórico Nacional.
El sable corvo incautado
Hace cincuenta y dos años, un grupo de militantes de la Juventud Peronista (JP) decidió robar el sable corvo del General José de San Martín, para dar un golpe de efecto al régimen títere de José María Guido entregándoselo al Gral. Perón. “El objetivo era demostrar que el peronismo seguía vivo en las calles”, evocó Alejandro Tarruella, autor de “Historias secretas del peronismo. Los capítulos olvidados del Movimiento”.
El sable corvo de San Martín permaneció en el Museo Histórico Nacional hasta el 12 de agosto de 1963, cuando fue secuestrado por Osvaldo Agosto -quien ideó el plan y estuvo a cargo de su parte operativa-, Manuel Gallardo, Arístides Bonaldi y Luis Sansoulet, todos integrantes de la Juventud Peronista, que en esa época estaba comandada por Envar el Kadri, Jorge Rulli y Héctor Spina. Osvaldo Agosto —publicista y ex secretario de prensa del asesinado ex titular de la CGT, José Ignacio Rucci— señaló que el robo “fue algo simbólico; el peronismo venía de varias derrotas, estábamos proscriptos, había ganado el radicalismo con Arturo Illia y teníamos que hacer algo para levantar el ánimo de los muchachos”. Indicó que el objetivo de la acción fue poner en ridículo al “régimen” y a las Fuerzas Armadas apropiándose del arma más conocida de San Martín, para luego entregársela a Juan Perón, quien seguía exiliado desde 1955.
Agosto fue secuestrado por la temible brigada de la ciudad de San Martín conducida por el comisario Juan Fiorillo (la que había asesinado a Felipe Vallese un año antes y el comisario que en 1976 como miembro de la AAA también secuestró a Clara Anahí Mariani), que actuaba fuera de su jurisdicción bonaerense como un comando paramilitar. El investigador y periodista Alejandro Tarruella lo cuenta en su libro “Historias secretas del peronismo” (Ed. Sudamericana): “En aquel 1963, el triunvirato que conducía la JP, Envar El Kadri, Jorge Rulli y Héctor Spina, resolvió que la operación iba a estar en manos de Osvaldo Agosto, el chofer, otro militante, el ex policía Manuel Félix Gallardo, Alcides Bonaldi y Luis Sansoulet. La fecha fue el 12 de agosto. El museo cerraba a las 19:30 y sólo quedaban en su interior un empleado y un custodio, por lo que los militantes se hicieron pasar por estudiantes secundarios para ingresar fuera de horario y reducirlos con facilidad. El sable quedó en custodia de Agosto y luego fue entregado a Aníbal Demarco, que en 1974 sería ministro de Bienestar Social del gobierno de Isabel Perón. Estaba previsto que éste lo ocultara para luego enviárselo a Perón, en Madrid.» “Apenas trascendió la noticia —relata Tarruella— la policía se movió vertiginosamente buscando a los responsables. La temible Brigada de San Martín de la bonaerense, responsable del crimen y la desaparición de Felipe Vallese, intervenía una vez más fuera de la ley y entraba en la Capital bajo la mirada ausente de la Federal”.
Enseguida, la JP emitió un primer comunicado en el que exigía una ruptura con el FMI y hacía del hecho un acto de fe: “Desde hoy, el sable de San Lorenzo y Maipú quedará custodiado por la juventud argentina, representada por la Juventud Peronista”. El 12 de octubre, ya con Arturo Illia como presidente, difundieron un segundo comunicado en el que ampliaban sus demandas, exigiendo la liberación de los presos políticos, la devolución del cadáver de Evita, el retorno de Perón y el castigo para los asesinos de Vallese. La respuesta no se hizo esperar: la Brigada de San Martín secuestró ilegalmente a Osvaldo Agosto y a Manuel Félix Gallardo. “Tenía una sensación extraña que me llevaba a pensar, mientras me golpeaban, que no me iban a matar, tal vez por eso no tenía miedo de que me mataran. Creo que en esos días aprendí a perdonar a quien ‘cantaba’ por ser torturado y apremiado por el dolor y el terror”, relata Agosto.
Poco después, Demarco se puso en contacto con el capitán Phillipeaux y ambos acordaron la devolución del sable para bajar la tensión y el acoso policial a los peronistas. La Juventud Peronista emitió un nuevo comunicado en el que calificó a Demarco como un «traidor».
Con fecha 17 de agosto de 1964, en virtud de un mandato judicial, se entregó el sable corvo al Museo Histórico Nacional. El comisario -asesino, torturador y secuestrador de menores- Juan Fiorillo, murió en 2008 cuando estaba con prisión domiciliaria, en vísperas de tener que responder ante la justicia por las violaciones a los derechos humanos de las que estaba acusado.
La sustracción del sable corvo, catalogada en muchos sitios como delito, debe contextualizarse en un país donde un gobierno electo había sido depuesto, una plaza bombardeada, los defensores fusilados, los líderes prohibidos, los símbolos censurados y la expresión política prohibida. Visto en ese marco, el secuestro de un objeto que era símbolo y reliquia fue una acción política.
Por ese motivo la acción se repitió con un nuevo operativo, el 19 de agosto de 1965: el sable corvo fue secuestrado del Museo Histórico Nacional, esta vez por un grupo de la Juventud Peronista compuesto por Néstor López Zubiría, Héctor Spina y Jorge Vázquez. Finalmente el Servicio de Inteligencia del Ejército lo recuperó para el Estado diez meses después, cuando ya Onganía ocupaba el sillón de Rivadavia. Los nombres de esos militantes eran desconocidos.
Sucedió que mientras la Presidenta Fernández de Kirchner mudaba el sable corvo al Museo Histórico Nacional, publiqué información parcializada de los hechos que acá relato. Entonces recibí un mensaje de Florencia Cresto donde me contó quiénes hicieron la segunda acción y que ella lo supo siendo una niña por haber ido a cuidar a su hermana Silvia, esposa de López Zubiría, quien acababa de dar a luz. Por entonces vivían clandestinos en una pensión de la calle Chacabuco. Buscando en el ropero encontró en su fondo, envuelto en paños, el sable de San Martín. Y ahora, a cuarenta años, me escribió: «¡Imaginate el shock! ¡Del Billiken a mis manos!», y después Florencia agregó: “Néstor (López Zubiría) estuvo preso, no recuerdo cuánto, en el 65 o el 66, y murió en julio del 73. Me impactó, en la cabecera del cajón, una enorme corona que decía: Juan Perón.»
Desde el 21 de noviembre de 1967, por decreto Nº 8756 de Onganía, el sable quedó depositado en el Regimiento de Granaderos a Caballo General San Martín, donde fue colocado para su guarda y seguridad dentro de un templete blindado, construido al efecto por donación del Banco Municipal de la Ciudad de Buenos Aires.
Tarruella, en el libro ya citado, escribió que en «1969, Osvaldo Agosto fue a Madrid a entrevistarse con Juan Domingo Perón y se produjo el siguiente diálogo:
— Agosto, yo lo esperé mucho tiempo creyendo que usted vendría a Madrid a traerme el sable.
— Ésa era la idea, General, pero tuvimos algunos inconvenientes: compañeros detenidos, otros bajo la persecución de la policía…
— Estoy enterado, Agosto, sé que lo detuvieron y lo golpearon mucho, es parte de la lucha y usted ha sabido cumplir.»
El debate cultural
La actual política de recuperar la memoria, la verdad y la justicia es parte del proceso descolonizador cultural en tanto busca reconocer los valores, orgullos, tradiciones, símbolos, creencias y modos de comportamientos que fueron elementos vitales dentro de nuestro grupo social, regional, nacional y continental, y que conformaron las diferentes identidades culturales. Cuando los que rompieron el orden democrático en nuestros países llamaban subversivas a las acciones que pretendían recuperar el orden que queríamos reconstruir, nos estaban imponiendo un cambio de paradigmas que hemos aceptado en muchos casos acríticamente. Entonces abandonamos nuestras prácticas simbólicas propias y las reemplazamos por otras que recrearan nuestros intereses de clase o nacionales. Aparecieron después nuevas organizaciones que también fueron prohibidas y recreamos formas de resistencia para recuperar nuevos lazos vinculantes. Así nos refugiamos —cuando pudimos— en las actividades vecinales (escuela, iglesias, consorcios) y en las artes que permitían la actividad comunitaria (peñas, locales de tango, coros, teatro). Esto fue indispensable para poder reconquistar el sentimiento de pertenencia en las nuevas condiciones sociales y políticas, para completar nuestra diversidad interior y organizar la respuesta a los intereses, códigos, normas y rituales que compartíamos dentro de la cultura dominante. Pero también la que corresponde a la sumatoria de las diferentes identidades individuales de quienes conforman un grupo social. Esos son todos elementos que permiten identificarnos, caracterizarnos y mostrar qué tenemos en común y qué nos diferencia de otros lugares o culturas en una época de globalización e hipermodernidad.
Lógicamente, esas acciones respondían a una estrategia que nos permitía mejorar nuestra situación recuperando algunos fragmentos del poder social y político y lograr el retroceso de los ocupantes. Fue necesario actuar secreta y clandestinamente y, habiendo ganado ese espacio soñado, resultó imprescindible recordar todo lo caminado, y no esconder a futuro bajo la alfombra las acciones en las que habían puesto el cuerpo y arriesgado la vida muchos anónimos que incluso sobreviven todavía hoy, otros, no. Y eso es parte de la lucha que continuaremos cumpliendo en la vida.