Nacemos en ciudades que parecen haber existido con el mundo. En esa suerte de escenografía cotidiana, la aparición ⎼en los resquicios de veredas y muros⎼ de yuyos que nunca fueron plantados muestra la pequeña, secreta invasión que montes, bosques y selvas filtran estratégicamente desde el subsuelo en las rajaduras del cemento, los interespacios de los muros de ladrillo o de piedra que conforman las urbanizaciones. Los habitantes de las ciudades ⎼orgullosos de sus bloques de barro y de concreto que pretenden controlar el planeta⎼, ignorantes de la verde rebeldía, miran sin ver cómo se impone la ancestral identidad territorial, independiente de las fronteras que trazó la historia de los últimos dos siglos. Del mismo modo los pobladores de lo que fuera el Tahuantisuyo ocultan secretamente sus lenguas aimara, puquina, quingnam, chacha, cancán, caranqui, pasto, tallan, culli, muchik, chipaya, uru, kunza, cañan, entre otras lenguas preincaicas, y también sus saberes y creencias, en los territorios de Colombia, Ecuador, Perú, oeste de Brasil, Bolivia, norte de Chile y noroeste de Argentina. 

Más allá de los centros urbanos y de sus extendidas poblaciones donde la tierra aún no fue pavimentada, las praderas de flores silvestres de algunas especies se expanden concentrándose donde la humedad domina. 

Lo silvestre implica que la planta probablemente no es híbrida ni fue seleccionada en un cultivo, lo que es una idea relativamente distinta a pensarla como salvaje. 

Salvaje implica la probable discriminación vigorosa entre lo que es resultado del dominio civilizatorio y la presencia de la naturaleza no dominada. Lo salvaje implica la posible voluntad de domeñar a futuro la biósfera para incluirla en el supuesto estadio superior de la civilización. Es que el civilizador, en general, reconoce en lo salvaje una amenaza semejante a la que sintieron los romanos ante los pueblos nuevos, extranjeros para ellos. Pero acá los invasores seríamos los civilizadores. Es que lo salvaje crece sin intervención humana en las afueras de la ciudad y surge dentro de las poblaciones a pesar de las operaciones civilizatorias culturales. Los sinónimos, que todo lo emparejan acríticamente para confundirlo, reúnen a «silvestre» con «bravío», «cimarrón» y «salvaje». 

Los industriosos comerciantes recogen las semillas para ensobrarlas y venderlas a los cultivadores que aprovisionan a los habitantes del territorio gris sedientos de verde, de amarillo, de rojo, de azul y sobretodo de los perfumes que acompañan. Pero los productores denuncian que los kits de semillas comercializadas contienen plagas que matan la hortaliza y que esta práctica los obliga a comprar agroquímicos. De esta forma quedan atados a un sistema económico sólo rentable para los grandes industriales, que ⎼lobbies mediante⎼ hacen aprobar leyes que eliminan los derechos milenarios de los campesinos para el uso propio de la semilla. 

Estos grandes monopolios fabricantes de semillas alientan la siembra de soja transgénica que destruye la calidad de la tierra. 

Además, en cada nueva temporada de cultivo quieren cobrar a los sembradores regalías por el uso de las semillas compradas. Cuentan con el respaldo del poder policial, político y jurídico de los Estados que custodian los derechos de patentes sobre genes de corporaciones como Monsanto-Bayer, que se imponen por encima de la justicia y violan los derechos de los productores. En ese marco se entiende un grafiti que, refiriéndose a las inundaciones constantes, dice «No es la lluvia, es la soja».

Grafiti que se refiere a las inundaciones en la ciudad de Rosario, Santa Fe. Argentina.

Vivimos en un planeta que se habría conformado según el decaimiento de hafnio182 en tungsteno182, unos 9.370 millones de años después del BigBang, es decir hace 4.470 millones de años. Cuando bajó la temperatura de la corteza surgió el supercontinente Pangea. Hace 1.500 millones de años, se produjeron allí procesos de simbiogénesis entre cianobacterias y plastos que dieron por resultado la aparición de esas organizaciones que hoy llamamos vegetales. Este término (derivado del latín medieval vegetalis, y este del clásico vegetāre «vivificar», «estar vivo») designa un ser orgánico que vive y se reproduce pero que no se traslada por sí. En el Mesoproterozoicose conformaron las primeras algas (Archaeplastida) y las algas rojas (Rhodophitina) -tal como las vemos hoy en las nacientes de las aguas termales precordilleranas-, que se diversificaron en los grupos actuales hace 1.200 millones de años.

En el Mesoproterozoico -hace 1.200 millones de años- se conformaron las algas rojas, como vemos hoy en las nacientes de las aguas termales precordilleranas, en los geiser de Varvarco, prov. de Neuquén

Después, hace 200 millones de años, comenzó a quebrarse Pangea y se iniciaron desplazamientos de las placas tectónicas hasta conformar los continentes como hoy los conocemos. Esto significa que los vegetales no son nativos ni exóticos, porque no pertenecen a un país o continente, sino que son del planeta Tierra. Los humanos aparecimos hace 1 millón de años e iniciamos la expansión y poblamiento hace 100 mil años. 

Hace 200 millones de años, comenzó a quebrarse Pangea hasta conformar los continentes como hoy los conocemos.

La escritora de ficción científica Úrsula K. Le Guin publicó en 1971 un cuento llamado «Más vasto que los imperios, y más lento» en el que imaginó el planeta 4470 en la estrella K6-E-96651, a unos 250 años luz de la Tierra, al que viajaron un grupo de investigadores provenientes de diferentes civilizaciones planetarias con el objeto de colonizarlo. En esta expedición sobresale la presencia de Olsen, un émpata humano que sufre una enfermedad inicialmente confundida con el autismo pero que es un exceso de empatía, ya que puede percibir de forma muy clara e intensa los sentimientos de los que lo rodean, y reacciona ante ellos de la misma forma. La impresión inicial que produjo en todos fue negativa, creando un ambiente tenso y difícil en la nave. El planeta al que llegan parece contar sólo con vida vegetal y produce en Olsen y en todo el equipo una intensa sensación de miedo. 

Descubren entonces que esas plantas están interconectadas y son capaces de formar un cierto sistema de conciencia, pero no tienen percepción del mundo exterior y hasta la llegada de la nave no conocían la existencia de otros seres, por lo que la actitud de éstos las aterra. 

Esta idea de que los vegetales se unen a través de sus raíces y de esa forma perciben y comunican, aparece también en su novela «El nombre del mundo es Bosque». En «La balada del álamo carolina» (1975), el argentino Haroldo Conti describe el modo en que el árbol busca comunicarse con un bosquecillo relativamente cercano estirando sus raíces por debajo de las vías del tren y pensando en las hojas que se desprenden de sus ramas y vuelan como cartas. En 2009 el director James Cameron realiza el film «Avatar», donde los habitantes del planeta Pandora se conectan con las plantas por medio de una suerte de puerto usb que llevan instalado. Como tantas veces, la imaginación de los creadores de símbolos se anticipa o cabalga sobre las especulaciones de la investigación científica abriendo nuevas lecturas. 

En 1997 la investigadora canadiense Susane Simard publicó un fragmento de su tesis doctoral en la revista Nature refiriendo la posibilidad de que las plantas interactúen entre sí, así como que los bosques intercambien nutrientes, envíen señales de alerta y se relacionen con el medio con mayor o menor éxito. Sería responsable de esto la simbiosis entre los hongos y las raíces de las plantas. Simard explicó que 

“La mayoría de los sistemas vegetales crecen sobre esta asociación simbiótica en la que el hongo suministra a la planta compuestos inorgánicos como nitrógeno o fósforo que ésta necesita para nutrirse y crecer, y la planta aporta al hongo azúcares resultantes de la fotosíntesis”, 

lo cual, por la semejanza con los nodos de internet, ha sido llamado metafóricamente «internet de las plantas». El israelí Tamir Klein, geoquímico de la Universidad de Basilea (Suiza), señaló que «Un bosque es más que una colección de árboles individuales. Ya no solo compiten por los recursos, sino que los comparten. Actúan de forma colectiva.” Y agregó: “Fue una sorpresa encontrar transferencia interespecífica. Hasta ahora solo se había reflejado esto en plántulas, pero no en ejemplares adultos”. Klein echó carbono 13 en la parte más alta de árboles de 12 m de altura, rastreó la transferencia en las ramas, tallos, hojas y raíces y, llegando a la red de raíces, comprobó que por ellas se había transmitido el isótopo ambiental, incluso a otras especies cercanas físicamente. Otras investigaciones demostraron que los árboles más longevos eran los que presentaban más conexiones, mientras que los ejemplares más jóvenes no estaban tan vinculados al resto del bosque. Observaron que las raíces de cada abeto estaban unidas probablemente a “más de 1.000 especies de hongos micorrícicos”. Estos son microorganismos del suelo que forman simbiosis con el 80% de las plantas terrestres, generando arbúsculos, vesículas (en algunas especies) e hifas, dentro de las células corticales de las plantas que colonizan. Para estudiar la inabordable red, se remitió a analizar las conexiones entre los micelios de los dos hongos que más veces aparecían unidos a las raíces de los abetos.                                                                                                                    

Esta malla de vinculaciones corre el peligro de ser destruida ante las talas masivas de árboles y las amenazas por el aumento de las emisiones de dióxido de carbono.

Las tuberías que conectan los árboles desempeñan un papel esencial porque los bosques absorben cerca del 30% del dióxido. El ingeniero agrónomo Ren Sen Zeng de la Universidad Agrícola de Fujian, en China, cultivó pares de plantas de tomate en macetas donde permitió que algunos formaran redes micorrícicas, mientras que en otras limitó esta simbiosis. Luego roció la mitad de los ejemplares con un hongo destructivo poderoso propio de los cultivos agrícolas. Para evitar que las plantas interactuaran con otros compuestos químicos del medio, las aisló con bolsas de plástico. A los tres días Zeng infectó las plantas que quedaron sanas de cada par. Así registró que los ejemplares que estaban unidos a una red por la raíz mostraban resistencia al hongo, pero los otros no. Con iguales objetivos David Johnson, de la Universidad de Aberdeen (Escocia), seleccionó habas y plantas que regularmente se asocian entre sí con redes de hongos arbusculares y las expuso a insecto sáfidos cuyas plagas son amenaza para los cultivos agrícolas, forestales y de jardinería. Estos organismos se alimentaron con las hojas de la planta de haba a la que pudieron acceder, pero las plantas que estaban conectadas a través de los micelios (masa de hifas del hongo) excretaron defensas químicas contra los áfidos, y las que no estaban conectadas no pudieron reaccionar. Los organismos vegetales detectan, con los receptores químicos de sus hojas, los compuestos orgánicos volátiles (COV) y, cuando estos cambian, alteran consecuentemente su reacción, por ejemplo, la comunicación que establecen con los insectos y aves que transportarán su polen.

La biósfera muestra capacidad para percibir y emitir impulsos que, si se decodificaran, podrían ser llamados lenguaje. 

Los organismos vegetales detectan, con los receptores químicos, los compuestos orgánicos volátiles (COV) y, cuando estos cambian, alteran su reacción, por ejemplo, la comunicación que establecen con los insectos y aves que transportarán su polen

Si volvemos la mirada a esa grosera agenda de los 13.800 millones de años desde el origen del universo que conocemos mínima y parcialmente, sabemos que, en ese constante e imperceptible cambio, quien más transformó su conducta fue la especie humana. Las plantas fueron símbolos con significados diferentes según la época y circunstancia. En lo cotidiano encontramos centenares de flores que al simbolizar diversidades de sustantivos y adjetivos complementan la comunicación horizontal. Es el caso de la rosa considerada representación del amor, la belleza y la sensualidad, dejando de lado que en Inglaterra (1455-87) encarnó a la casa de Lancaster (rosa roja) y la casa de York (rosa blanca) en la guerra de las Dos Rosas. La flor de cempasúchil, muy apreciada en jardinería, en México tiene el valor simbólico de guiar en el Día de los Muertos a éstos hasta el altar que construyeron los familiares. La delicada y efímera flor de cerezo ⎼mientras en Occidente cumple una fina función decorativa⎼, influida en Japón por el budismo, recuerda la fragilidad y lo efímero de la vida asociada al sacrificio y, en tiempos de la Segunda Guerra, promovida por la tradición de los samuráis, sumó el valor del nacionalismo militarista a las prácticas kamikazes. La estrella federal que fuera símbolo de pureza para los aztecas, de unidad territorial entre los federales de los territorios del Río de la Plata y de lucha en las juventudes libertarias de la década del ‘70, se convierte en USA en flor de Navidad para una sociedad de consumo. El uso de la flor de miosotis o nomeolvides (así se la nombra en todos los idiomas) fue acordado como símbolo de pertenencia y memoria por los armenios, que padecieron en 1375 la invasión de los mamelucos al Reino Armenio de Cilicia y fueron víctimas de un primer genocidio, que inició la diáspora y se acentuó a comienzos del siglo XX con el segundo, perpetrado por los turcos. También se la considera como la flor del «amor desesperado» o «del amante eterno». Sus cinco pétalos invocan a los cinco continentes donde los armenios encontraron refugio y en 2015 fue reconocida como símbolo oficial para recordar esos genocidios. En Argentina, desde 1955, fue usada para recordar el exilio de Perón y fue un signo para marcar los lugares por donde los servicios secretos militares llevaban escondido el sarcófago con los restos de Eva Perón. 

El uso de la flor de miosotis o nomeolvides (así se la nombra en todos los idiomas) fue acordado como símbolo de pertenencia desde 1375. Es la flor del «amor desesperado» o «del amante eterno». Sus cinco pétalos invocan a los cinco continentes.

Los padecimientos históricos de las culturas invadidas y dominadas, como el de los pueblos migrantes que son expulsados de sus territorios ocupados por centurias, promovieron símbolos identificadores muchas veces coincidentes para metaforizar sus anhelos y nombrar secretamente lo prohibido o convertirlo en bandera de victoria. Lejos de la Gran Historia impuesta están los relatos cotidianos, propios y casi fantásticos acerca de las flores silvestres que renacen en la tierra quemada, o que salen de los muros miserables en casas colectivas abandonadas y que son expulsadas de los jardines botánicos y urbanos hasta que alguien la «descubre y cuida», preservándolas ante los avances de los jardineros. Muchas flores silvestres fueron perseguidas ⎼como lo fueron quienes las enarbolaban⎼ porque llegaron a ser insignias, escudos.

Lejos de las ciudades, en las montañas o en las selvas, en las pampas o en los esteros, el humano, campesino arraigado o fugitivo, reconstruye el vínculo esencial con la naturaleza que rompió el colonizador. Las plantas silvestres fueron remedio, veneno, y hasta generaron en los pantanos islas flotantes imposibles de encontrar. Lo supieron los fugados del Ejército de la Triple Alianza, los bandidos anarcos del inicio del siglo XX, los contrabandistas y ladrones de ganado y los fugitivos de las derrotas de los ‘60. En este territorio de aluvión, los miserables de la tierra que llegaron boqueando a buscar dónde estar trajeron, con sus pestes, símbolos y luces. La flor (cualquier flor) era el mayor símbolo de belleza y fuerza.
Como escribió Arlt en El juguete rabioso:

«⎼Ezte chaval, hijo… ¡qué chaval!… era ma lindo que una rroza y lo mataron lo miguelete… (…) zi er tené mala sombra (…) daba ar pobre lo que quitaba ar rico… tenía mujé en toos los cortijos… si era ma lindo que una rroza!». 

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