Afiche Każdy Dzień Oświęcimia de Jerzy Spasky.
Publicado en octubre de 1978 en El Correo de la UNESCO.

El signo de la ausencia, origen y génesis

En 1981 la Fundación Esso promovería un salón muy libre y sin disciplina. Pero, ¿se puede pensar una actividad libre y artística, durante un régimen en que no se sabe cuántos fueron desaparecidos ni qué se ha hecho de ellos? En esas circunstancias, los argentinos Rodolfo Aguerreberry (1947-1997), docente de arte, Guillermo Kexel (nacido en 1953), fotógrafo y serígrafo y Julio Flores (nacido en 1950), docente de arte, comenzamos a pensar y a diseñar una idea que diera visibilidad a los desaparecidos. Las palabras de Videla nos resonaban: “ni vivos ni muertos: desaparecidos”. El sentimiento ritual de los familiares y amigos del desaparecido se nombraba en voz baja en todas las conversaciones. La mayor parte de los desaparecidos provenían de familias católicas, evangelistas o judías, y cada una reclamaba la presencia del cuerpo para cubrir sus creencias, sus rituales y también sus necesidades psicológicas. Entre el fallecimiento y el entierro, los católicos y los evangelistas sostienen la costumbre del velatorio, que permite reconocer que la persona ha muerto, que no es un sueño, que el muerto no está solo en su dolor. Y allí se fortalecen quienes lo han conocido, y piden por la resurrección y la vida eterna, mientras revive el misterio sensible de la separación del alma y el cuerpo, para luego acompañar al cuerpo a lo que eufemísticamente se llama “la última morada”. Los judíos -doblemente perseguidos por la visión pronazi de la dictadura argentina-, en ausencia del cuerpo no podían purificarlo con el lavaje, ni realizar el aninut, ni iniciar las lamentaciones, pero seguramente rememoraban los pasos rumbo al Holocausto. Desde sus diferentes creencias, todos ellos pensaron en la ignominiosa tumba sin lápida ni nombre en la que –si ya estaban muertos—encontrarían tal vez los huesos de sus seres queridos. Pero el hecho es que solo tenían la falta de certezas: ni prisioneros, ni muertos, ni vivos: desaparecidos. Ni velatorio, ni entierro, ni despedida, ni lugar donde llorar.

Aguerreberry, Kexel y yo nos preguntamos cómo visualizarlos y también cómo darle dimensión a lo que ya sabíamos que era una gigantesca masacre. Debíamos crear considerando la sintaxis visual, la claridad de la semántica y su pragmática. Pensábamos en un signo, un objeto, un fenómeno o hecho que, por una relación natural o convencional, representara o evocara al desaparecido, a la situación de desaparición. Y en la investigación agregamos el espacio que ocuparían los desaparecidos. Cuando un signo está, se lo conoce porque aparece representando lo que no está, y eso estaba faltando para señalar la desaparición y su masividad. “¿Qué sería un volumen que mostrara la pérdida de un cuerpo? ¿Qué es un volumen portador, mostrador de vacío? ¿Y cómo hacer de ese acto una forma, una forma que nos mira?” (Didi-Huberman, 1997: 18). La ausencia de los cuerpos debía ser reparada por medio de una forma que pudiera representar ese vacío (no otro) con la claridad y la contundencia necesarias para sentir la recuperación del ausente, que no está “ni vivo ni muerto: desaparecido”. Pero la ausencia no es un vacío, tiene identidad y no es indiferente. Debían descubrirse, en cada ser ausente, particularidades pensadas y visualizadas. Es la ausencia de alguien querido, deseado, y los familiares, amigos y compañeros la reconocemos como un hecho injusto e ilegal que, aunque se sume a muchas otras, no conforma un evento único sino un coral de historias particulares y diferentes. ¿Cómo representar la ausencia si el signo de su representación llenaría los vacíos?

Para concretar ese vacío dibujamos variantes diversas, considerando que hay aspectos de la representación que no se reflejan en la lectura del espectador como se los pensó en el estado de creación. Empezamos a definir la idea de representar cuerpos humanoscon diferentes formatos y posiciones. Reconocíamos que no podíamos hacer muchas veces la misma imagen derecha, impresa siempre igual y que remitiera a la idea de “un desaparecido”, sino que era necesario sugerir de algún modo que todos eran diferentes y tenían historias propias. Por ese motivo desechamos utilizar una figura impresa reiteradamente. Entonces aporté un afiche del diseñador polaco Jerzy Skapsky, publicado muchos años antes –en octubre de 1978– en El Correo de la Unesco (figura 1). Allí, sobre un fondo negro, están trazados veinticuatro renglones en los que se ven filas de pequeñas figuras humanas. Debajo, un texto dice:

CADA DÍA EN AUSCHWITZ morían 2370 personas, justo el número de figuras que aquí se reproducen. El campo de concentración de Auschwitz funcionó durante 1688 días, y ese es exactamente el número de ejemplares que se han impreso de este cartel. En total perecieron en el campo unos cuatro millones de seres humanos. (Afiche Każdy Dzień Oświęcimia, Spasky, J.)

Esa propuesta nos permitió pensar en un número, una cantidad; era una idea muy valiosa pero poco efectiva, porque había sido concebida considerando espectadores con determinada cultura visual. Nosotros pensábamos en una sociedad argentina silenciada, oscura, amenazada y sin debate, cercana al final de la dictadura. Consideramos que debía crearse una experiencia que visualizara al desaparecido ocupando el espacio de una persona, y mostrar el lugar que ocuparían todos los que faltaban. Para ello era necesario hacerlos de un tamaño cercano al real. Intuíamos que, si a la cantidad de imágenes se le sumara el espacio que ocupaba cada individuo, la magnitud aumentaría la comprensión de la masacre, y además supusimos quela figura en tamaño real como silueta plana podría inducir a pensar mejor en el cuerpo vacío que el dibujo de afiches. Calculamos tamaños y superficies.

Si se pusiera de pie una persona al lado de otra hasta reunir a treinta mil personas, calculando un ancho de medio metro por cuerpo, tendríamos una franja de quince kilómetros. El impreso sería suficiente para envolver más de dieciocho veces el Centro Cultural de la Recoleta –en el que se expondría el Premio Esso–y el cementerio adyacente, o bien envolver, una por una, treinta y siete manzanas de la ciudad. Entre las variaciones imaginadas, calculamos que puestos pie con cabeza, acostados en el piso –empezando en la Plaza de Mayo y tomando la avenida Rivadavia derecho–, llegarían a las puertas de la localidad de General Rodríguez.[1] Kexel imaginó un laberinto imposible con las imágenes verticales, que obligara al espectador a circular ante ellas. Supuso que los espectadores se enfrentarían con las imágenes, que serían objetos con los cuales dialogar. Sería esto dialogar con el vacío, con la ausencia, con la presencia de la ausencia. Y las imágenes también nos mirarían, cuando existieran las condiciones de realizar el evento. Lo matemático impondría su magnitud no desprovista de emoción política. Era el tiempo dictatorial de censura y represión y estaba latente el deseo de abrir las compuertas para expresar los reclamos.

Pero mientras se hacían las siluetas, ¿dónde podría acumularse ese papel, considerando su peso físico? ¿Cómo pintarlo e imprimirlo y dejarlo secar? Si lo pintaran cien artistas, cada uno de ellos tendría que realizar trescientas imágenes… Y en ese caso, ¿quiénes se sumarían?, ¿dónde reunirlos? Cuando intentamos buscar apoyo en partidos políticos y en sociedades de artistas, no lo encontramos, e incluso nos señalaron los riesgos, que no desconocíamos. Buscamos infructuosamente conseguir colaboraciones económicas como la de Envar «Cacho» El-Kadre (1941-1998) -productor de las películas de Pino Solanas- a quien Rodolfo contò detalladamente la propuesta.

Estábamos en esas elucubraciones cuando los militares, intempestivamente, invadieron las islas Malvinas y enfrentaron a Inglaterra, que las tenía ocupadas desde 1833. La Fundación Esso se fue del país y el Salón se suspendió. Pero la idea siguió latente madurando en nosotros. Tras la derrota, la sociedad argentina profundizó los reclamos por recuperar la democracia y la vigencia de los derechos humanos.

Desde 1981 las Madres de Plaza de Mayo intentaban hacer una marcha de veinticuatro horas en la Plaza de Mayo. En la primera, a ellas y a los militantes de las organizaciones de Derechos Humanos que las acompañaban, los corrió el Cuerpo de la Montada de la Policía Federal por las calles del microcentro bancario. En la segunda, en 1982, el cuerpo de motociclistas de la Federal las arrinconó en la esquina de Perú y Av. de Mayo, donde las Madres y los militantes de otras organizaciones quedaron resistiendo y marchando en círculos. Ahora, en su afán de ocupar la Plaza, las Madres junto con el Premio Nobel Adolfo Pérez Esquivel convocaban a una Tercera Marcha de la Resistencia para el 21 y el 22 de septiembre de 1983, el Día de las Artes, de la Juventud y de la Primavera. Sería un homenaje a los más jóvenes–que representaban la mayor franja etaria entre los desaparecidos–, y querían hacerlo invitando a los manifestantes a pintar. Esta nueva situación nos llevó a cambiar integralmente el proyecto general para presentárselo a ellas. Esa capacidad de transformación predominó en la evolución del proyecto, ya que se registra desde la elaboración de la propuesta un desarrollo colectivo y rizomático con diversos rangos de situaciones producidas en el diálogo entre los creadores, las Madres, los manifestantes y los recreadores de la acción,a lo largo de estos más de treinta años, como lo documentó la recopilación de Longoni y Bruzzone (y como continúa aún, según contaré luego).

La acción se reiteró en Argentina y el resto de la América lastimada, y posteriormente en otros continentes, por desapariciones en distintas condiciones. Sin embargo, la diversidad de las sucesivas formas y modos conservó elementos comunes y configuró un modelo de acción en la Silueteada, pero también en las metodologías de las acciones participativas de otros grupos.

De una obra en un salón de arte pasamos al desafío de planear una intervención urbana en medio de una manifestación en el espacio público, histórico y político más importante de Argentina, en plena dictadura y conscientes de la represión sufrida en las dos acciones previas. Todo debió ser planificado nuevamente. Entonces pensamos en incorporar al proyecto a los manifestantes. Imaginamos que se podría armar un taller en la misma Plaza de Mayo con papeles, tijeras, hilos, trapos, tizas, tinta de impresión, rodillos, cola y engrudo. Planeamos que, del modo más sencillo, los propios manifestantes pusieran su cuerpo como molde para que otros lo contornearan, luego se pintara el papel, se escribiera la consigna y por fin la silueta se fijara en los muros.

Los tres redactamos la propuesta [2] de lo que posteriormente sería llamado Silueteada o Siluetazo, y Aguerreberry y Kexel la llevaron a las Madres. Allí, lejos de proponer una realización artística, se dice: “reclamar por la aparición con vida de los detenidos”, “darle a la movilización otra posibilidad de expresión y perdurabilidad temporal”, “crear un hecho gráfico que golpee al gobierno a través de su dimensión física y desarrollo formal y que por lo inusual renueve la atención de los medios de difusión”, “provocar una actividad aglutinante que movilice desde muchos días antes a salir a la calle”, y más adelante se propone “una movilización en que cada manifestante se presente con una imagen que ‘duplica’ su presencia, agregando al reclamo verbal y a su presencia física la de un ‘ausente’. Más breve: ‘el que está dibujado no está’”. Sobre el uso y función de las siluetas, la propuesta indicaba que al terminar la manifestación las siluetas quedarían pegadas en árboles y paredes. “La magnitud es un hecho matemático y meramente cuantitativo, pero no desprovisto de carga emocional y política cuando excede ciertos límites” (Aguerreberry, Flores, Kexel, 1983). En el texto aparece una tachadura hecha por las Madres, que no estaban de acuerdo con pegar las siluetas en el piso. El resto del texto son detalles de procedimientos para información de las Madres.

Ellas nos recibieron y nos indicaron que esperáramos mientras lo discutían a puerta cerrada. Las Madres aprobaron el proyecto con algunas indicaciones: las siluetas debían estar todas de pie (ya que ellas tenían como lema “con vida los llevaron y con vida los queremos”), no debían estar dibujadas por dentro y solo tendrían la consigna: “Aparición con vida”. Los realizadores, como ha quedado escrito, queríamos que todos estuvieran identificados e impactar simultáneamente con la cantidad de imágenes simultáneas pero las Madres querían que cualquier silueta representara a todos los desaparecidos. Aguerreberry, Kexel y quien esto escribe aceptamos la consigna porque el objetivo era crear una acción eficaz, fácil de repetir por cualquiera, y se extendió la confianza y la autoría del signo a quienes convocaban y a los manifestantes. Fue esta la primera alteración a la propuesta de los autores, pero no sería la única.

El taller de la Plaza

En la tarde del 21 de septiembre de 1983, a las 16 horas, Aguerreberry y Kexel armaron un taller en el piso de la Plaza de Mayo y los/as militantes se fueron convirtiendo en realizadores/as. Cuando volví de la escuela donde trabajaba, me sumé a la actividad, que se estaba desarrollando tal como había sido planeada. Se extendía el papel, un militante se acostaba sobre él y otro lo contorneaba; luego levantaban el pliego y lo llevaban al costado, donde fondeaban la figura y le agregaban la consigna acordada con las Madres: Aparición con vida.

En la marcha había diferentes organizaciones de derechos humanos, familiares, ex-detenidos políticos, partidos políticos, gremios, estudiantes, manifestantes de las marchas de los bancarios y de los trabajadores del Estado, que estaban por sus reivindicaciones, paseantes de la Plaza y personas que empezaban a salir del trabajo y se sumaban a la actividad. El significante, su significado, los materiales e instrumentos de trabajo, el procedimiento de la actividad, todo fue socializado, y se generó un espacio de actividad libre e innovador, que desarrolló la propuesta inicial y la reelaboró siguiendo el deseo y la necesidad de los participantes. El carácter anónimo de cada silueta pedido por las Madres se modificó durante la Marcha, cuando los manifestantes quisieron incluir la inscripción del nombre y la fecha de detención de un detenido-desaparecido amigo o familiar en una silueta, y cuando algunos gremios (periodistas, bancarios, empleados públicos) trajeron sus listas propias. También se personalizaron siluetas dibujándoles rasgos: ojos, narices, peinado, o en algunos casos pegándoles fotos de documento ampliadas.

Algunas Madres señalaron que no había siluetas de embarazadas ni de niños. Entonces Kexel fue a su estudio, se colocó un almohadón sobre el vientre y le dibujaron el contorno en un cartón con el que hizo un doble esténcil, en positivo y negativo. También se realizaron siluetas de bebés gateando. Otros recortaron una ronda infantil de grandes siluetas con la que rodearon una palmera de la Plaza. Alguien recorrió la movilización con corazones rojos y los adhirió en las siluetas ya pegadas en los edificios públicos.

Cada técnica alteró el procedimiento de las siluetas: los rodillos de espuma de goma reproducían el tramado de las baldosas de la Plaza, los pinceles secos dejaban sus huellas, con los estarcidos de las siluetas –en positivo y negativo–aparecían variantes a las figuras humanas contorneadas, y los realizadores manifestantes, con la linealidad de sus dibujos a mano alzada rellenados con pintura, producían diferentes modos de representación. El público, devenido en manifestante con capacidad productora y dirigido por los organizadores, asumió además un cierto grado de curaduría colectiva y llegó a cubrir el centro bancario y el casco histórico a la luz de la confusión de los represores. La pegatina de las siluetas compuso la parte fundamental de la apropiación estética: la conciencia del genocidio a partir del impacto de la imagen por la transformación del espacio urbano. La perspectiva conformó un horizonte de siluetas semejantes y variadas. La cercanía permitía la identificación de la figura (nombre, fecha de desaparición, oficio) y la comprensión del genocidio en la historia concreta. El vacío limitado por el contorno de los cuerpos expresaba esa ausencia-presencia de los detenidos-desaparecidos. Todo el espacio de la Plaza de Mayo, en plena dictadura, se resignificó temporalmente con el taller y la manifestación activa. Hacía siete años que solo había estado habitada dentro del control represivo. Ahora ganaba un nuevo valor y las siluetas pegadas en los edificios públicos dialogaban acusando, como ocurrió con la Catedral Metropolitana, que fue empapelada insistentemente porque de allí salían a quitar las siluetas.

Los manifestantes cruzaban la Plaza portando carteles con los nombres, o las fotos de los conocidos desaparecidos colgadas del cuello. Todo se llenó de cantos y redobles contra la dictadura, con temas musicales de la época. Esto que hoy nos resulta conocido era de las primeras veces que se escuchaba en ese sitio, transformado por una manifestación que convocaba a reconocer, a dimensionar lo sucedido en la Argentina. Las siluetas se pegaron en las paredes del microcentro, la zona bancaria, los viejos barrios de San Telmo y Monserrat, y por la avenida de Mayo, que une la Casa de Gobierno con el Congreso. En distintos medios como La voz, Crónica y Diario de las Madres del 23 de septiembre de 1983y de días posteriores, aparecieron alusiones a la locura de policías que gritaban que las siluetas los miraban. De algún patrullero bajaron policías para arrancar imágenes pegadas y las Madres se abalanzaron sobre ellos al grito de “Desaparecieron a nuestros hijos una vez, dos no”. Años antes Henri Lefebvre lo había sugerido en La presencia y la ausencia (1980), al decir que las figuras ausentes pueden llegar a ser presencias.

Al oscurecer, las fuerzas represivas que rodeaban la Plaza de Mayo amenazaron con detener a quienes salieran a pegar fuera de ella. La Silueteada cambió su ritmo durante esa noche del 21-22 de setiembre. Las figuras pegadas a los árboles y monumentos fueron iluminadas con velas, aparecieron guitarras y en sordina se cantaban canciones con el formato de un misachicuy, o ceremonia norteña de pedido a los santos. A la mañana siguiente los diarios informaron los detalles de la manifestación con una precisión inesperadamente didáctica. Sus descripciones alcanzaron para que otros militantes reeditaran silueteadas en el resto de la ciudad, en los suburbios y en algunas provincias, multiplicando la acción más allá de lo planeado. En una nota del diario Clarín del 22.09.83 comentaban que, en reunión del Gabinete de Emergencia, se había discutido con irritación cómo los Servicios de Inteligencia no habían previsto lo que iba a pasar.

Al socializar la representación, el concepto y los procedimientos, se había cumplido el objetivo principal, que era la propagación de la actividad con el deseo de que se sostuviera en la memoria como una herramienta. Aguerreberry llegó a decir que “tres horas después de haber comenzado la actividad el primer día, podríamos habernos ido y todo hubiera seguido solo”.

Hacia las 15:30 del 22 de septiembre se empezó a armar la columna de las Madres para avanzar hacia la Plaza de los Dos Congresos; llevaban la cabeza cubierta por sus pañuelos, las fotos de los hijos colgadas al cuello y un estandarte por los niños desaparecidos. Detrás de ellas, los manifestantes portaban docenas de fotos. La marcha estaba encabezada por un cartel con la inscripción: “Que aparezcan con vida los 30.000 desaparecidos”. Juntaron las siluetas del piso para que no quedaran tiradas, y alguno tajeó la suya en el cuello para ponérsela por delante y marchar. Fue el momento de mayor concentración; el número total de manifestantes era imposible de calcular, por su constante circulación y renovación en una movilización que duró veinticuatro horas. La lluvia repentina apuró alguna dispersión de manifestantes y ayudó a los empleados municipales, que aparecieron rápidamente a borrar pintadas y eliminar la pegatina de las siluetas de desaparecidos.

Los realizadores nos negamos a identificarnos como autores de la Silueteada, ya que consideramos el resultado como producto de una complejidad de múltiples colectivos. No quisimos que fuese considerada obra de arte y terminara cosificada en un museo, y aspiramos siempre a que la acción se reprodujera como una herramienta en los reclamos. Sin embargo, en los años posteriores hubo quienes pretendieron adueñarse de la idea y convertirla en objeto de exposición y varios artistas –principalmente Juan Carlos Romero– nos pidieron que nos identificáramos como autores, con el objeto de recuperar el signo para la idea original.

Libremente, en muchas y diversas acciones, las organizaciones por los derechos humanos continuaron realizando Silueteadas como parte casi ritual de los reclamos por la aparición con vida de los desaparecidos. Años después, cuando se reiniciaron los juicios a los genocidas, se recuperó en la Provincia de Chaco la práctica de acompañar la realización de la Silueteada con música (2008), generalmente folclórica, como en la noche del 21 al 22 de septiembre de 1983, en la Plaza de Mayo.

22 de septiembre de 1983. Plaza de Mayo

[1]N. del E: Se trata de una distancia de 56 kilómetros.

[2] El original mecanografiado está en el Archivo de las Madres y una fotocopia en el CeDInCI (Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas).