Apunte para la maqueta de diez mortajas

Por Julio Flores 

En nuestra mirada sobre toda la producción simbólica visual que llamamos arte, encuentro centenares de realizaciones con las que coincidimos o disentimos desde el punto de vista estético. Es lo primero que evaluamos al mirar esos objetos que aparecen en los libros, museos, fundaciones, galerías, en los talleres y aun en las calles. El otro aspecto, el del relato, el de la representación, lo aceptamos sin cuestionar cuando tiene potencia por lo que es, y en especial por el paratexto, que condiciona la lectura y el valor de la obra. Allí decidimos, si no es que ya nos lo indicaron, qué debemos “admirar” y si lo que vemos es arte o no. Por mi parte, siempre me pregunto lo que Kandinsky señaló: lo que veo ¿es hijo de su tiempo? ¿Es madre de una idea o un pensamiento nuevo? ¿O solo es un signo visual? 

Fue León Ferrari quien me hizo descubrir que desde 1541 admiramos una imagen terrible y hermosa como el “Juicio Universal” de Miguel Ángel (1536-1541), casi contemporánea de las de Marten de Vos (1570), Jean Cousin (1595), Hans Rottenhammer (1610) y Rubens (1615), entre otros tantos. Ese relato reiterado remite a la gran amenaza del Libro del Apocalipsis o Libro de las Revelaciones, ilustrado en grabado por Durero, Rembrandt, Doré y Delhez, y atribuida su redacción a Juan de Patmos, donde Dios nos impone la amenaza del juzgamiento final. En reacción, León Ferrari conformó el Club de impíos, herejes, apóstatas, blasfemos, ateos, paganos, agnósticos e infieles, y en la Navidad de 1997 le envió al Papa una carta donde pedía la anulación de la resurrección y el Juicio Final, aprovechando la llegada del Jubileo. En ella el lúcido artista escribió: “Si es cierto que son pocos los que se salvan, como advierte el Evangelio, se acerca para la mayor parte de la humanidad el comienzo de un infierno inacabable. Para evitarlo basta volver a la justicia que Dios Padre dictó en el Génesis. Si Él castigó la desobediencia de Eva suprimiendo nuestra inmortalidad, no es justo que el Hijo nos la haya restituido, tantos siglos después, prolongando padecimientos”. Y más adelante:

“La existencia del Paraíso no justifica la del Infierno: la bondad de los pocos salvados no les permitirá ser felices sabiendo eternamente que novias o hermanas o madres o amigos y también desconocidos y enemigos (prójimo que Jesús nos ordena amar y perdonar) sufren en tierras de Satanás.”

A León lo conmovía el dolor humano y enfrentó esa didáctica de la destrucción que él veía como basamento de la religión judeocristiana. 

Siempre me habían sacudido las acciones que se realizaron en las luchas por los derechos, a pesar de las prisiones, torturas, asesinatos y aun genocidios, pero fue él quien me hizo ver la existencia de una cultura que glorificaba y naturalizaba el sufrimiento. 

Desde el Renacimiento y el Barroco hasta León, no son poco los creadores que recurrieron al horror como didáctica para diferentes fines en el campo de las artes reconocidas. No es este el espacio para recorrer la estética de cada realización que abreva en la escatología usando como materia plástica los excrementos o los desechos orgánicos animales o humanos, con la intención de incomodar en los circuitos de arte. Pero algunos ejemplos particulares pueden servir. Honoré Fragonard (1732 – 1799), primo de Jean-Honoré, fue uno de los artistas más prohibidos del siglo XVII, porque su arte consistía en recolectar cadáveres para convertirlos en esculturas que luego pintaba. Llegado el siglo XX, a medida que caía la barrera de la función que tenía el arte y se innovaban los modos de presentar los signos visuales, se liberó el formato del dibujo, la pintura y la escultura, independizando los límites de lo que se quería mostrar. Por ejemplo, el vienés Hermann Nitsch (1938) creó un proyecto llamado Teatro de Orgías y Misterios donde, recurriendo a antiguos ritos paganos, sacrificaba diferentes animales y pintaba con esa sangre, en la que además se bañaba e invitaba a los espectadores a participar con él. El fotógrafo norteamericano Andrés Serrano (1950) se hizo conocido por fotografiar un crucifijo sumergido en un vaso con su propia orina, por lo que su obra ha sido catalogada de pervertida, hereje y vulgar y él se ha titulado como un creyente blasfemo. Damien Hirst (1965) realizó obras con animales en formol; su trabajo más conocido es un tiburón titulado “La imposibilidad física de la muerte en la mente de algo vivo”, y otra obra es un becerro cubierto de oro. También la mexicana Teresa Margolles (1963) ha trabajado con partes de cadáveres, órganos y fluidos, que en muchas ocasiones obtiene sin permiso de las morgues, con el objetivo de romper los tabúes. Su obra más famosa es la lengua del cadáver de un punk, que obtuvo a cambio del dinero necesario para pagar el funeral del joven. 

Todas estas realizaciones, compuestas de objetos que son en sí mismos irritantes para la sensibilidad, sumadas en algunos casos a eventos registrados, contienen discursos que nos recuerdan individual y colectivamente situaciones, cuando menos, desagradables, amenazadoras e hirientes. Las heridas en animales o en humanos, el estiércol, la sangre y todo lo que nos señala el dolor, la enfermedad y la muerte de por sí nos convocan negativamente desde antes que miremos el conjunto compuesto. Realizadas dentro del circuito de arte, todas estas obras cotizan en el mercado y están avaladas por textos e instituciones especializadas y reconocidas por la sociedad, lo que prueba su integración al consumo como posible necesidad. 

En Argentina, en 1978 (tiempos de dictadura durísima), en la Galería Arte Nuevo, Norberto Gómez expuso una serie de parrillas con tripas y costillares de seres irreales, realizados en resina poliéster. Recordemos que “parrillas” era el nombre que se daba a los camastros en los que ataban a los prisioneros para torturarlos hasta la muerte antes de hacerlos desaparecer. 

Entre 1993 y 1998, Oscar Bony realizó series de obras que representan “autoasesinatos” (evito llamarlos suicidios porque no lo son), con los títulos de “El juicio Final” y “El triunfo de la muerte”. Se trata de diferentes fotografías de él, enmarcadas y protegidas con vidrio resistente y luego baleadas con una pistola 9 mm. 

En 1954, el inglés Francis Bacon pintó “Figura con carne”, un estudio que vincula “El buey desollado” de Rembrandt (1657) con el retrato del Papa Inocencio X (1650), de Velázquez. Hago esta cita al recordar la escena del film de Tim Burton “Batman” (1989) en la que el Guasón (Joker) entra con sus hombres al museo de Metrópolis y les dice: “Caballeros, ¡vamos a educar sus mentes!”. Y se dedican a vandalizar los Rembrandt, Degas, Renoir, Vermeer, etc., pero al llegar a ese Bacon le dice a uno de sus cómplices: “¡Alto! ¡Este es de mi preferencia, déjalo!”. Después encara a una fotógrafa que fue al Museo para mostrar su obra, le revisa su álbum de fotografías donde hay registros de modelos de ropas, retratos y fotos de guerra y, para afirmar su estética personal, después de tratar de basura a todo lo anterior, dice: “¡Ah… cadáveres! Sus fotografías le dan un fulgor especial. No sé si es arte, pero ¡me gusta!”. Y remata: “Soy el mejor artista homicida”. 

Hasta aquí es reconocible cierta unidad de sentido en disputa al recurrir a sensaciones no codificadas pero desagradables de origen visual, auditivo, olfativo e incluso táctil, con las que se puede especular con el espectador cómplice. En el contexto de las galerías, fundaciones, museos o en los periódicos mega eventos internacionales artísticos, la obra llega sostenida por un valor cotizable económicamente y contextuada por un paratexto crítico que la justifica en el campo del arte y convoca a un público especializado propio local e internacional. Muy diferente es la situación de quienes pretenden recurrir a los espacios públicos para expresarse, retomando algunas prácticas que se iniciaron en la década de 1960 en los Estados Unidos, en el contexto de las manifestaciones contra la guerra de Vietnam. Ya no se trata solamente de pintar los muros, sino que trasladan todo tipo de realizaciones que se hacían en los espacios reservados al arte y descubren ahora el valor significante e identitario de cada espacio público. Este tipo de obras reclamó definiciones visuales y conceptuales muy claras y se realizó generalmente en sitios específicos, que le daban sentido al discurso. 

En los meses posteriores a la guerra de Malvinas y poco antes de las elecciones de 1983, en la 3ª Marcha de la Resistencia (21/22.09.1983) convocada por la Madres de Plaza de Mayo, en la cual se realiza la primera Silueteada (Rodolfo Aguerreberry, Guillermo Kexel y Julio Flores), la socialización del procedimiento, el reconocimiento del significado y la funcionalidad permitieron que todos los manifestantes pudieran apropiarse de la idea y reiterarla libremente. El modo de presentarla permitió que desde entonces la silueteada o siluetazo se repitiera -sin la participación de los autores- en situaciones de reclamos por justicia ante delitos de lesa humanidad. La realización permitió visualizar siluetas que incluso parecían enfrentar a los desaparecedores, como se señala en el libro El siluetazo, recopilado por Ana Longoni y Gustavo Bruzzone

Después de la guerra de Malvinas, vientos de libertad parecían anunciar la inminente retirada de los dictadores. Simultáneamente, artistas y militantes creadores como Juan Carlos Romero, Edgardo Vigo y Carlos Filomía, los colectivos Gas-Tar y CAPaTaCo, la agrupación H.I.J.O.S., el Grupo de Arte Callejero y ArdeArte!, entre otros, se lanzaron a la recuperación del espacio público y realizaron intervenciones urbanas, performances callejeras, acciones, instalaciones, etc. acompañando a las organizaciones políticas en sus reclamos. Esto generó un trayecto político, social y cultural que, al decir de Eduardo Grüner, partió desde la invisibilidad estratégica buscando la redención política. Primero se mostró cuánto espacio ocupan los cuerpos de los desaparecidos ante los edificios públicos y sagrados de la plaza principal de cada ciudad, luego se revelaron historias y semblantes mostrando sus diferencias más allá del número y, finalmente, los nombres, rostros y domicilios de los genocidas, y los lugares de detención después. Este accionar se fortaleció en las calles acompañando a la democracia creciente e interpelándola, porque estaba vinculado a las organizaciones que luchaban por la conquista de cada derecho. 

En tiempos del menemato, las prácticas artísticas en el espacio público dejaron de ser herramienta de expresión de un discurso reivindicador y comenzaron a ser estetizadas. Incluso aparecieron convocatorias a exponer acciones e instalaciones artísticas en Buenos Aires, convirtiendo el modo de realización en un ejemplo más de “arte por el arte”. 

Después del estallido social del 20 diciembre de 2001, creció la participación en protestas y reclamos de los afectados por la crisis (los ahorristas frente a los bancos, cortes de rutas y movilizaciones de los movimientos piqueteros, los empleados estatales en los municipios y casas de gobiernos, las asambleas barriales, etc.). La situación llevó a los manifestantes a recuperar nuevas estrategias de denuncia que ayudaran a visualizar y entender lo que había sucedido en Argentina. Este accionar fue eminentemente participativo. Algunos traían la propuesta, la explicaban y comenzaban la acción. En la medida que el significado de la propuesta fuera compartido y los ayudara a hacerse visibles, los manifestantes pasaban del rol de espectadores al de participantes. Por ese motivo estas acciones fueron pensadas con mucho de juego, de pensamiento a deconstruir y volver a armar para apropiárselo. 

Es en eso que pareciera reconocerse la artisticidad de la metáfora y su apropiación por el espectador, que en este caso se convierte en realizador…, y tal vez oportunamente la reconstruya para decir su propio pensamiento.

Entre muchas acciones merece recordarse la de febrero de 2002, cuando el grupo Etcétera invitó a todos los disconformes con la situación social, política y económica a guardar, llevar y arrojar su propio excremento o el de un amigo, familiar o mascota, a las puertas del Congreso Nacional cuando los diputados debatieran el presupuesto económico para el año en curso. Además, bajo la consigna: «No se suspende por lluvia, ni por diarrea» se realizó una acción performativa con un actor disfrazado de oveja que, sentado en un inodoro sobre una alfombra roja, defecaba en público. La repercusión mediática produjo que la acción se expandiera hacia otros puntos del país para reiterarse con variantes. En la ciudad de Mar del Plata, por ejemplo, camiones llenos de estiércol fueron descargados frente a los bancos por los ahorristas. En esta resurrección del activismo vienés para el segundo milenio porteño, las palabras con las que se clasificarían estas acciones no alcanzan para definirlas, porque se habían incluido nuevos contextos y funciones. La acción en esa geografía urbana aspiraba a expandirse y la idea pretendía ser reeditada por el que aparecía como espectador, que debía convertirse primero en colaborador. Estas diversas experiencias suponían una promoción del activismo militante usando el campo de la cultura para un reclamo político, analizó Carlos Filomía, por lo que las llamó activismo político cultural. 

En 2004, Nicola Costantino presentó en el MALBA cien jabones elaborados con un pequeño porcentaje de tejido adiposo procedente de una liposucción que le habían hecho. Lo presentó con un seductor afiche y con un video que promovía la venta de cada jabón en mil dólares. La autora recibió acusaciones por generar una “belleza siniestra” que para algunos recordaba la fabricación de jabón dentro del plan “Nacht und Nebel” (Noche y Niebla) nazi, pero ella lo explicó en una nota remitiéndose a László Moholy Nagy: “Los artistas siempre están empujando un límite, un borde, y abren zonas nuevas de pensamiento, de sentido, de noción, de reflexión, de visión. (…) Hay obras silenciosas que desplazan los bordes e iluminan territorios nuevos”. 

“Perder la cabeza” (1998) es la serie que Cristina Piffer dedicó a las personalidades degolladas de la historia argentina y expuso en 2011 en museos de arte. La artista usó sebo, achuras y carne cruda que dejó secar y endurecer para luego ponerlos en placas semitransparentes de resina poliéster; en ellas grabó los nombres de los degollados del siglo XIX, como si lo hiciera en mesadas o placas de mármol. 

Cuando expuso estas obras en museos, el espectador conservó la tradicional conducta contemplativa. 

Luego del cambio del gobierno nacional en diciembre del 2019, empezaron a realizarse -al principio anónimamente- una serie de actividades visuales que guardaban siempre una aparente contradicción y torpe simbolización que parecían ocultar amenazas con sugerencias bíblicas un tanto escatológicas, que se fueron evidenciando a cada paso. La primera fue el 18 de enero de 2020, ante el 5º aniversario del suicidio del fiscal Nisman, y consistió en el intento de teñir de rojo una fuente de la Plaza de Mayo. Los organizadores del acto señalaron que esta actividad formaba parte del acto para la tarde de ese día. Según destacó el diario Clarín, quienes estuvieron detrás de esa idea habrían sido las agrupaciones «Equipo Republicano» y «Equipo Banquemos», integradas por «ciudadanos independientes sin pertenencia partidaria». Sin embargo, desde esos grupos salieron al cruce de esa afirmación en redes sociales. “Desmentimos totalmente al diario Clarín. Al respecto de este episodio, no tuvimos nada que ver con esto y pedimos al medio publique la desmentida.” Aun así, invitaron a sumarse al acto. Quienes concretaron el teñido de las aguas simularon ser turistas y -a pesar de la presencia policial- pudieron volcar los pigmentos rojos a la mañana muy temprano, lo fotografiaron y filmaron para entregar la documentación a los medios. El agua, a medida que se diluían los tintes, entraba en el circuito de la fuente y brotaba por los grifos teñida, pero pronto se dieron cuenta de que los filtros y rejillas la iban renovando. 

Tres cosas fueron llamativas en esa ocasión para quienes pretenden verlo como un signo visual que pudiera adquirir connotaciones artísticas: 

  • todas las fotografías que muestran las aguas rojas exhiben una plaza vacía, lo que contrasta con las actividades de intervención realizadas por artistas; 
  • esta intervención se distanció en tiempo y espacio del acto político, puesto que la manifestación se realizó frente al Teatro Colón, a la tarde; 
  • por último, la actividad parece haberse hecho para ser registrada por ellos y divulgada por los medios, evitando la participación del público. 

Este evento fue un refrito sin demasiado argumento de muchas actividades realizadas desde los años ’60, principalmente en América del Sur y España. En la publicación virtual Haroldo del 24.01.2020, en el artículo “El agua de la fuente y la rejilla”, he historiado esa acción, ya realizada antes por otros con diferentes intenciones. En enero del 2020 algunos sectores sostenían que el fiscal había sido asesinado. Pero el agua teñida no alcanzó como metáfora para expresarlo. Sin embargo, se visualiza y sobrevuela en esta acción una suerte de amenaza que recuerda al libro del Éxodo, cuando las aguas del Nilo, al ser regadas sobre la tierra seca, se convertían en sangre, aunque acá el agua teñida se fue rápidamente por las rejillas y hacia el mediodía la fuente quedó limpia. 

El sábado 28 de noviembre de 2020 se realizó en las ciudades de Olavarría y Tandil una marcha de los llamados ProVida en rechazo al proyecto de Ley que proponía legalizar la interrupción voluntaria del embarazo (IVE), enviado en esos días al Congreso. En medio del desfile de los militantes circuló un auto Falcon verde, símbolo del terrorismo de Estado, con la inscripción “Sí a la vida” pintada sobre las puertas en celeste. No sorprende el gesto, pero resulta extraña la construcción del significado pretendido de protección a la vida puesto que se estima que, en tiempos del terrorismo de Estado, luego de ser asesinadas las prisioneras que acababan de ser madres, unos 400 niños fueron apropiados por allegados al poder militar. Las Abuelas recuperaron hasta ahora a 121 de ellos con vida y hoy sabemos que 9 murieron dentro de sus madres. Estas variantes redivivas de la masacre de los inocentes contada en el Evangelio de Mateo -suerte de perfeccionamiento de las amenazas en el evento de las fuentes- se relaciona con el siguiente incidente al que me voy a referir. 

El 8 de diciembre del 2020, con motivo del tratamiento del proyecto de Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo en el Congreso Nacional, se realizaron manifestaciones a favor y en contra. En los muros del barrio apareció la foto del Falcon verde que había desfilado por Tandil y Olavarría, en un afiche anónimo dominado por el color celeste y con la leyenda «Toda vida vale». El diseño del afiche incluía la foto sonriente del dictador Videla. La amenaza se completaba y resultaba más clara, definida y precisa al evocar el recuerdo de los niños masacrados y apropiados por la dictadura mientras se proclamaba la necesidad de preservar las dos vidas. Como reunión de elementos simbólicos, a lo ya señalado se suma la extraña particularidad de que Videla tuvo un hijo, diagnosticado como “oligofrénico profundo y epiléptico” y con su esposa Alicia Raquel Hartridge, en 1966, lo llevó a la Colonia Nacional Dr. Montes de Oca, de internación para personas con discapacidad intelectual y problemáticas en salud mental, un sitio muy deficiente, peligroso y comprometido en múltiples denuncias criminales. Allí murió, abandonado y muy joven, Alejandro Videla. 

Recientemente, el 27 de febrero de 2021, se realizó en la Plaza de Mayo una manifestación convocada por dirigentes del frente de la oposición Unidos por el Cambio, que en esta ocasión rechazaron las vacunaciones contra el coronavirus que se habían realizado fuera de protocolo en varias ciudades del país. En todas las marchas de la oposición, desde que se inició la pandemia, hubo numerosas muestras de violencia y odio: carteles con insultos y agravios, globos con la imagen de funcionarios vestidos de piyama a rayas, horcas y muñecos colgados con las caras del presidente y la vicepresidenta. Esta vez, desde dentro de la manifestación, un grupo presentó diez bolsas de plástico negro rellenas que simulaban contener cadáveres, como bolsas mortuorias, con nombres de dirigentes vinculados al oficialismo. Se podía leer “Estaban esperando la vacuna, pero se la aplicaron…” y luego los nombres de Estela de Carlotto, Daniel Scioli, “los vacunados de Ginés”, “los suegros de Massa” y “el hijo de Moyano” entre otros. 

Desde su cuenta de Twitter, se atribuyó la presentación de estos objetos en el sitio específico de la Plaza de Mayo una organización que alterna dos nombres: Jóvenes Republicanos y Juventud de Unión Republicana. Dijeron que la instalación de bolsas que simulaban ser mortuorias colgadas de las rejas que rodean la Casa de Gobierno era “un pequeño recordatorio de todas las vidas que se perdieron” por la vacunación que ellos mismos habían cuestionado. 

En la ilación de estos discursos visuales en varios tiempos, las mortajas no pueden ser tomadas como representación: se convierten en una amenaza. Esto constituye una auténtica semiótica del exterminio, apoyada en una secuencia de imágenes aberrantes que amenazan el futuro remitiendo al pasado. Ya vimos la “metáfora” de los ríos convertidos en sangre, la promesa de un nuevo terrorismo de Estado ilustrada en el afiche, la propuesta de reedición de masacres como una nueva solución final, o como un bombardeo de 1955. 

¿Cuál será la próxima oferta metafórica? ¿Qué nuevo mensaje amenazante y neo-profético preparan? ¿Sonarán trompetas produciendo la caída de las murallas de Jericó, o pretenderán una alegoría del Apocalipsis? Son los herederos de la desaparición de cuerpos desde Evita, los que consideraron que los desaparecidos estaban de viaje, los de la profanación y corte de manos, los que dijeron que el ataúd estaba vacío, los discípulos ideológicos de aquel Sábat que ilustraba con una CFK golpeada, los que mancharon de negro los pañuelos de la Plaza. Como señaló el psicoanalista Julián Ferreyra en Página 12 (04.03.2021): “No están obsesionados con la muerte, sino con ultrajar eso que los griegos llamaron segunda muerte, que es simbólica y permite la rememoración, la celebración popular. Se trata, como en la pulla freudiana, de humillar –a vivos y muertos–.” 

Aguijonear intimidando es una estrategia política que rechaza el diálogo. Estos eventos salen del espacio simbólico y eso deberían señalarlo todos los que quieren reafirmar la lucha por la democracia desde el arte en las calles o en las galerías. Debieran surgir múltiples réplicas activas en comunicaciones hacia la sociedad que innoven y confronten posiciones, superando las argucias reaccionarias que se escudan en la “libertad de expresión” supeditada a la custodia de los privilegios y de las arbitrariedades. Cada uno de nosotros, realizadores, sabemos a quiénes nos dirigimos. Esta es una pelea por la construcción de sentido, es la guerra cultural que requiere nuevas definiciones. ¿Qué es la violencia? ¿Cuánto nos cosifica el capitalismo? ¿Qué es la República? ¿Cuál es hoy la forma de definir la Libertad y el Derecho?

¿Cómo desechamos las amenazas con que nos quieren paralizar? ¿Y cuándo nos volvemos a reunir para construir discursos propios junto a quienes nos acompañarán?